martes, 11 de septiembre de 2007

Bajo el viejo cedro d'Àger

Son las 23.30 horas del 21 de agosto del 2002. La referencia horaria no tendría nada de particular si no fuera porque, por primera vez, escribo La Rambla a la luz de la luna debajo de uno de los tres viejos cedros del jardín. Si no es luna llena poco le falta, tengo el astro a mis espaldas, exuberante, iluminando la noche y el teclado del portátil. La emoción es tan grande que me cuesta concentrarme. Tengo música de fondo y no es clásica ni pop ni blues. Más bien suena a tecno monegrino. Un monótono concierto de grillos ha sustituido al canto coral de las cigarras que me ha acompañado durante la siesta. De todas formas es una música agradable y relajante. Utilizando el lenguaje juvenil diría que es alucinante. A estas horas de la noche hace fresco en Áger -algo que siempre es de agradecer a estas alturas de verano- y casi apetece ponerse un jersey. No me negarán que con esta ambientación resulta complicado encontrar el punto de inspiración necesario para continuar el artículo, pero el deber empuja más que la quietud de la noche.
Este agosto está siendo un mes espléndido para quienes no nos gusta la playa. No siempre se puede dormir en verano con pijama de invierno. Lo siento por los que viven del turismo de masas, de la sangría y del pollo con patatas, pero ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos. Este año el tiempo me ha favorecido. La temperatura es idílica. El escenario, virgiliano. ¿Qué más se puede pedir después de tres semanas de relajación total al abrigo del bíblico Montsec? He dicho bíblico porque nadie ha impugnado aún la ancestral leyenda que dice que fue aquí donde se posó el arca de Noé cuando descendió el nivel del agua tras el diluvio universal. Muchas veces, cuando miro ensimismado hacia la cima de este mítico monte, creo que estoy ante el auténtico Ararat. Tal vez es por la diversidad de animales que abundan por sus contornos esculpidos en sedimentos de la era secundaria. Algunos ejemplares son mis vecinos. Convivo con desvergonzados gorriones, mariposas, hormigas, garzas, jilgueros y con un loro descarriado que se ha vuelto loco tras perder a su compañera en extrañas circunstancias. Hoy mismo he tenido que desalojar a un descomunal sapo que pretendía ocupar el jardín. Otro día el intruso fue una serpiente verde de casi dos metros(Malpolon monspessulanus), que ya tengo fichada en mi álbum de fotos. Nunca había visto una culebra tan grande.
Llevo tres semanas prácticamente desconectado del mundo y no me da vergüenza confesarlo. Nunca pensé que fuera tan fácil vivir al margen del fenómeno global que nos domina en el devenir cotidiano. Lo primero que hice al llegar a Áger fue desprenderme del reloj, aunque no he conseguido que el tiempo pase más lentamente. Otro hábito que recomiendo a mis colegas de profesión es ver poco la tele, aparcar el móbil y leer la prensa al atardecer, cuando muchas de las noticias ya han caducado. Les aseguro que se vive con otro ritmo. Josep Pla dejó escrito que “la Vall és un paradís llunyà i remot, que gaudeix d’una pau divina” y yo lo suscribo. Hoy estoy algo desencantado porque una caminata hasta el Port d’Àger me ha permitido comprobar el estado de abandono en que se encuentran los restos de la antigua calzada romana que llegaba hasta Balaguer. A estas alturas es una indecencia política y cultural que no se haga ningún esfuerzo por recuperar y proteger un patrimonio tan valioso como este, sobre todo cuando desde otras instancias se intenta que la Unesco declare el congosto de Mont-rebei patrimonio de la humanidad. Hace un año las excavadoras destruyeron restos de una necrópolis paleocristiana excavada en un campo contiguo al cementerio de Àger. La primera autoridad local no sólo justificó la actuación por la necesidad de ampliar un camino sino que tuvo la desfachatez de afirmar que los restos se conservarán mejor debajo del asfalto. Vamos bien!. Machado le cantó a un olmo centenario, yo me conformo con glosar las virtudes de un viejo cedro.

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