martes, 11 de septiembre de 2007

La Vall Fosca

“D’aquí en diuen la Vall Fosca/perquè està molt enclotat;/quan a altres llocs el sol brilla/pels d’aquí ja s’ha amagat”. Así reza una de las estrofas del Romanço de la Vall Fosca escrito por Jaume Arnella. Hace treinta años tuve la enorme placer de descubrir este rincón de ensueño, bañado por el río Flamicell, a través de las postales de verano que Joan Romans Riera(e.p.d.) publicaba periódicamente en el desaparecido “Diario de Lérida”. Desde entonces el pequeño valle ha sufrido cambios significativos, como he podido comprobar en una visita reciente. La industria hidroeléctrica ha dejado huellas profundas en uno de los paisajes más vírgenes que existen: mucho cemento, poca agua en los riachuelos y una población autóctona sumamente envejecida. Unos cambios que, de momento, no están afectando a la sostenibilidad del territorio. Y si no ha sido así es básicamente porque todavía no ha sido atacado por ese virus inatacable que es el turismo de masas. Me refiero a la invasión de “pixapins” y “quemacos” procedentes de la Barcelona imperial. No crean que los primeros son los que se mean debajo del primer pino que encuentran y tiran las latas de refrescos a la cuneta de la carretera, sino aquellos que exclaman nada más iniciar una excursión por la montaña: “Estos de Lleida podrían tener asfaltado el camino!”. Los segundos son igual de peligrosos e indeseables. El amigo y catedrático de Periodismo de la Universitat Pompeu Fabra, Josep Maria Casasús, escribía hace unos días en “La Vanguardia” que “no hay otro lugar en el mundo donde se concentren tantos “quemacos” auténticos como en el Pallars Sobirà, según se sube a Baquèira, a mano derecha”. La descripción se completaba con la siguiente definición: “El “quemaco” es el catalán o catalana de ciudad que experimenta un honrado pasmo al contemplar un panorama sublime”. Y añadía Casasús: “Què maco! suelen exclamar en el breve trayecto que transcurre entre el coche que acaban de aparcar y el restaurante que un amigo les ha recomendado. El placer de asombrarse es muy breve. El “quemaco” genuino es un modelo típico de catalán de nuestra época”. A mí, la verdad, esta fauna dominguera me hace tan poca gracia que no me importaría que estuviera en peligro de extinción. Cuestiono que entiendan de valores subliminales quienes no saben respetar la naturaleza y temo que cuando estas aves rapaces del paisaje descubran la Vall Fosca la dejen triturada e irreconocible como han hecho en otros lugares. Hay proyectos turísticos en marcha, como la construcción de unas pistas de esquí en la montaña de Fluvià, que constituyen una seria amenaza para la integridad de uno de los parajes más vírgenes que quedan en nuestro Pirineo. Todos podemos estar de acuerdo en que los habitantes de la Vall Farrera necesitan alternativas para mejorar sus condiciones de vida, pero ese revulsivo económico, en un territorio que goza de un rico patrimonio natural, no debería depender nunca de la industria de la nieve. La Vall Fosca tiene unas posibilidades turísticas enormes que quedarán hipotecadas en el mismo momento que la Generalitat autorice la futura estación de esquí, las urbanizaciones y los complejos hoteleros que inevitablemente surgirán en su área de influencia. “El turista ho vol tot verge/per poder-lo embrutar./I un cop brut va a altres contrades/i a aquell lloc no hi vol tornar”, dice el Romanço de Arnella. Las administraciones deberían favorecer menos a los grupos especuladores y promover un paquete de iniciativas ligadas al turismo de calidad y respetuoso con el medio natural. Existen muchas fórmulas para beneficiar al territorio sin destruirlo. Sólo es cuestión de ponerle cariño e imaginación. Suscribo totalmente la postal del colega Pau Echauz titulada “Remontando el Flamicell”, donde resalta los numerosos atractivos de la Vall Fosca, como el teleférico, las montañas de más 3.000 metros de altura y las decenas de lagos que invitan al excursionismo, sin olvidar la gastronomía y la paz que se disfruta en pueblos como Cabdella, Aiguabella, Astell, la Torre de Cabdella, Espui, Pobellà o Gramenet. Cualquiera, parafraseando al místico, exclamaría: “¡Es imposible que en el mundo haya otra belleza igual!”. ¿Será siempre así?.

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